“Todo
lo que uno hace está ligado siempre a circunstancias físicas […]: no somos
cerebros sin cuerpos, ni máquinas de poesía”. Edward Said[1].
Introducción
Dentro del mundo
de la teoría literaria, me parece que pocas obras críticas y teóricas se
sienten tan personales como la de Edward Said, el crítico palestino y uno de
los principales representantes de la llamada teoría poscolonial. Esto es así
por las ataduras que la experiencia imperial, a la cual dedica buena parte de
sus páginas, tiene con el propio devenir de su vida individual.
Me parece, por otra parte, que la cosa no se
detiene, ni mucho menos, ahí: incluso sus conceptos, su propia idea sobre lo
que es la literatura, para qué sirve y cómo puede ser leída todos surgen de un
cuestionamiento de problemas y experiencias que se notan sumamente vitales a lo
largo de su obra teórica. Este ensayo, algo atípico, buscará mostrar algunas de
estas relaciones entre su vida, la historia en la que le tocó participar y su
obra teórica: el argumento que se mantendrá atrás de todo es que estos
elementos se conjugan en una visión del intelectual que Edward Said propone, y
que nos interesa destacar aquí.
Para fines de este ensayo, no rebasaré Cultura
e imperialismo, uno de los libros
importantes de Said y a partir del cual esbozaré mis reflexiones. También me
apoyaré en algunas entrevistas y en otros artículos para ir completando ciertos
argumentos[2].
El ensayo comenzará con un breve recuento de la vida de este crítico para luego
pasar a hablar del tipo de problemas que esto hizo surgir en su trabajo
intelectual. Después se hablará de la “estructura de actitud y referencia” y de
la “lectura en contrapunto”, dos conceptos importantes de su obra teórica para,
luego de todo esto, aventurar algunas conclusiones sobre las posibles
enseñanzas que podríamos recuperar de su pensamiento.
I
Said es otro
ejemplo del intelectual que viaja hacia las metrópolis culturales para hablar
desde ahí, y, sin embargo, es un espécimen raro ¿Cuántas veces no vemos como
intelectuales latinoamericanos, por ejemplo, una vez que hablan desde Europa,
que se han mojado con las “aguas de la verdadera cultura”, no se asoman y
dirigen con algo de soberbia, de desdén, de falsa superioridad? Said no es el caso.
“Mi pasado son una serie de desplazamientos y
exilios que ya no pueden ser recuperados –dice Edward Said en una entrevista–,
la sensación de estar entre dos culturas siempre ha sido muy fuerte para mí”[3].
En efecto, nacido en la Palestina británica, Said vivió una serie de mudanzas
que lo llevaron de oriente a occidente, tanto en sentido geográfico como en
sentido cultural y, por supuesto, político. Quizá no sea demasiado absurdo
situar aquí el génesis de una de las nociones centrales de su pensamiento: la
geografía también es política.
En Egipto, otra región que acababa de
independizarse, Said cursó buena parte de su educación básica, educación que
todavía tenía muchos rezagos del pensamiento imperial. Ahí aprendió que su
lengua no era tan buena como la inglesa, que su cultura no era tan elevada. En
Egipto se le enseñó, a través de productos culturales como la literatura, que
ellos no sólo habían sido una presa fácil, sino un presa merecida para ser
devorada por, león de leones, el Imperio Británico, el cual, arrogantemente,
parecía decir que si no fuera por ellos nadie habría llevado a Egipto a la modernidad.
Una vez en la academia norteamericana, como
profesor de literatura inglesa, Said llevaba lo que él llama una “vida
esquizofrénica” donde su trabajo académico y sus intereses reales estaban
totalmente disociados. Enseñaba a Jane Austen y a Charles Dickens pero en
realidad le preocupaba el resurgimiento de la retórica imperial en Estados
Unidos, en donde se trataban de justificar invasiones al dar a entender que hay
lugares que “necesitan” e incluso “quieren” ser invadidos. Sin embargo, no fue
sino hasta que el palestino unió ambas partes que se consolidó esa teoría
literaria y cultural tan suya: a la vez rica en planteamientos y propuestas
pero también rica en su fuerte carga de valor personal y emocional.
II
Y es que su
pensamiento es uno con una noción de su posición histórica muy fuerte. Parece
que sabe que su forma de pensar, de entender y, sobretodo, de leer quedaron
marcados y definidos por su propio devenir, que es un devenir histórico: su
vida es parte de una experiencia más grande, la del imperio (o los rezagos de
éste), la del desplazamiento geográfico hacia las metrópolis y la toma de voz
una vez ahí. Los intelectuales, nos dice en Cultura e imperialismo, “pertenecen en gran medida a la historia de sus
sociedades y son modelados y modelan la historia y la experiencia social en
diferentes grados” (CI, p. 26).
En efecto, es en la experiencia de su historia
donde Said encontró la mayor parte de los problemas intelectuales que le
concernieron. Si su vida fue una serie de desplazamientos, buena parte de su
obra crítica la dedicó a analizar novelas de desplazamiento, novelas de viaje
como las de Joseph Conrad pero que seguían un itinerario en sentido contrario
al suyo: si él viajó de la colonia a la metrópoli, estas novelas viajaban al
revés, del centro a la periferia. Kim, Pasaje
a India, T.E. Lawrence, esa es la
literatura a la que se acerca porque esa es la literatura que mantiene un
diálogo (casi siempre imperialista) entre culturas, entre aquí y allá, nosotros
y ellos, identidad y diferencia.
Pero quizá el gran encuentro de Said fue
percatarse del despliegue geopolítico de la literatura y otros discursos
estéticos. A lo largo del libro del que hablamos aquí, Said se pregunta una y
otra vez por qué casi ningún crítico o escritor metropolitano hablaba de la
dimensión imperial de distintas obras y parece concluir que simplemente la idea
de imperio era una idea totalmente absorbida o al menos era entendida como algo
lejanísimo del mundo de la cultura. Pero en cambio él había visto y vivido los
rezagos de una experiencia imperial que abarcaba mucho más que sólo cañones y
ejércitos, que era soportada, de hecho, “por impresionantes formaciones
ideológicas que incluyen la convicción de que ciertos territorios y pueblos
necesitan y ruegan ser conquistados” (CI,
p. 44). La literatura, en particular, es una de esas formas como la idea
imperial fue logrando consenso y, poco a poco, se fue volviendo algo normal,
incuestionable.
Esto es a lo que se refiere con el concepto de
“estructura de actitud y referencia”. Se trata de la forma como distintas
obras, a menudo casi inconscientemente, conciben su posición en el mundo de
acuerdo a su tiempo y su lugar pero también en relación con otro ante el cual
se elabora la propia identidad. Edward Said, situado personalmente entre
culturas distintas pero a la vez inexplicables una sin la otra (Occidente y
Oriente) parece decirnos que todo trabajo intelectual y artístico tiene un
sustrato geográfico que es también político y, sobretodo, histórico.
Es por eso que su propuesta de lectura es la
llamada “lectura en contrapunto”. El término lo toma del mundo de la música.
Amén de mi absoluto desconocimiento de ese reino del arte, se trata de una
técnica en donde dos o más voces están en relación y logran cierto equilibrio
al ir cada una tomando cierta primacía y luego cediéndola. En fin. En Said se
trata precisamente de algo así: en principio, se trata de la capacidad del
crítico de situar la obra literaria en un concierto de voces más amplio, es
decir en torno a la historia, la política, la economía y demás; en otro
sentido, se trata de evaluar lo mencionado arriba: cómo un discurso se
construye en oposición a otro, cómo el discurso imperial siempre implica,
aunque oculta, la voz del otro, la de la resistencia, la del colonizado, la de
la alternativa.
Para ejemplificar esto, valdría la pena revisar
la lectura que Said hace de Mansfield Park,
una novela de Jane Austen situada en una mansión en la campiña inglesa y en
donde la dimensión imperial (a diferencia de novelas como Pasaje a
India de Forster) parece del todo
irrelevante. No me puedo demorar mucho pero diré que Mansfield Park es una novela en donde la vida en una mansión
inglesa es retratada a través de distintas relaciones sociales y órdenes
establecidos o re-establecidos. La lectura de Said parte del hecho de que la
vida en esa mansión es posible por el hecho de que Sir Thomas, el dueño, es
también dueño de una plantación de azúcar en la isla caribeña de Antigua. Este
detalle se menciona pocas veces y la plantación se sabe que existe aunque nunca
llega a aparecer en la novela. Pero justo ahí está la clave. En cuanto a la
parte de referencia, Austen parece dar por sentado que la existencia del aquí
de “casa” o sea, de Inglaterra, sólo es posible en la medida de que exista un
allá en donde hallar el sustento, Antigua. Y es de esta noción geográfica y
económica de donde surgen las actitudes de la novela: Said lee en el hecho de
que a penas y se menciona la plantación como una forma de dar por sentado el
orden imperial, como algo normal pero también, y esto es importante, como algo
necesario para que la vida de acá, la vida de la gran cultura británica, en
todos sus sentidos, sea posible. La forma como va leyendo esta novela es
contrapuntística en el sentido en el que la relaciona con distintos discursos
del orden de lo político y lo económico de la época de Austen en relación con las
colonias caribeñas, además de que, en otro punto del libro, hace una conexión
al revisar el trabajo del un historiador revisionista trinitario: CLR James.
Este concierto de voces, pues, logra interpretar de una forma muy novedosa a
una autora en la que estas características permanecían en la sombra. Según
Said, no es que Jane Austen u otros escritores fueran seres viles e
imperialistas sino que fueron parte y a la vez ayudaron a consolidar una
estructura histórica de actitud y referencia donde “los nativos y […] sus
territorios [fueron] vistos como carentes y necesitados de la misión
civilisatrice” (CI, p. 22) y en donde la noción de ser un imperio se
fue volviendo, a través de productos culturales como la novela, cada vez más
asimilada y hegemónica: de ahí la poca atención que este hecho recibió durante
casi un siglo de parte de la crítica cultural.
III
Me parece que de
este muy breve recuento de ciertos momentos de la teoría poscolonial de Said
podemos sacar tres conclusiones, tres enseñanzas. La primera, y quizá la más
evidente, es que la obra de Said vino a confirmar la famosa frase de Walter
Benjamín según la cual todo documento de civilización es a la vez un testimonio
de barbarie. Su forma de leer demostró hasta qué punto la literatura y otras
artes sirvieron para consolidar la convicción imperialista, hasta qué punto los
valores más elevados, las mejores y más cultas voces de una cultura sirvieron,
en un acto de barbarie, para convencer a muchas personas de que era necesario
conquistar, subyugar y silenciar a otros seres humanos. Y, sobretodo, alumbró
el hecho de que la existencia misma de esa cultura tan elevada, de esos
escritores y artistas prodigiosos, por el sencillo hecho del poder económico
del que su sociedad gozaba, “no serían posibles sin el tráfico de esclavos, sin
azúcar y sin la existencia de la clase de los plantadores coloniales” (CI, p. 161). Como en Mansfield Park, la vida en casa necesita de una plantación allá
lejos en el Caribe, tan lejos que es mejor hacer como si ni siquiera existiera,
como si allá no hubiera alguien con una voz.
En otro sentido, sin embargo, me parece que el
hecho de que Said sea tan consciente de que los textos que elige leer no son
casualidad, es decir, del hecho de que sabe que su teoría surge a partir de
ciertas lecturas y, sobretodo, de ciertas preocupaciones muy concretas, es una
lección sobre cómo leemos la teoría de la literatura. Quizá sea momento de
aprender a leer teoría a partir del contexto histórico y social del cual surge
y, por supuesto, del sujeto histórico, del individuo o el grupo de individuos,
que la escriben. Y esto muy a pesar de la tan enseñada “muerte del autor” que,
por otra parte, también respondía a una situación histórica particular, muy
concretamente a un grupo de teóricos que intentaron modelar una teoría a partir
de la lingüística saussureana y que buscaban legitimar el estudio de la
literatura al postular a ésta como una ciencia sistemática en donde una serie
limitada de principios abstractos podía dar cuenta de todos los textos literarios
concretos. Pero esa es otra historia. Por ahora me interesa proponer que la
teoría de la literatura no es una reflexión abstracta, surgida de textos
literarios seleccionados arbitrariamente, o peor, de todos los textos, sino que
son, las teorías, reflexiones que cuestionan ciertos textos en donde se
articulan ciertos problemas surgidos en distintos tiempos y lugares y que son
motivadas por cuestiones a veces muy distintas entre sí. Y, en este sentido, la
teoría puede no perder su cualidad abstracta o –valga la redundancia– teórica,
pero resulta, a su vez, una disciplina intelectual concreta: hecha por hombres
y mujeres de carne y hueso con una geografía, una historia y un devenir
particulares que afectarán los problemas sobre los cuales reflexionarán, así
como los textos en los que estos problemas habitan.
Pero hay una tercera enseñanza, una que parece
estar atrás, un poco postergada en la sombra pero consistente a lo largo de
todas las reflexiones de Said. Hacia el final de su introducción a Mimesis, el gran libro de Eric Auerbach, Said dice que el
gran triunfo del alemán fue aquello que tiene de gesto su libro: Mimesis, escrito en el exilio y durante la guerra, es el
intento de tratar de recuperar todo lo valioso que pudo haber tenido una
cultura occidental que Auerbach pensaba en decadencia. Su libro implica un
fuerte compromiso con su disciplina, porque se aferra a ella, pero también un
fuerte compromiso vital e histórico: utilizar todo su saber filológico para
poder esbozar un recuento de su propia cultura, y, en ese sentido, de su propia
identidad.
Quizá podamos valorar la obra de Said como un
gesto también. Como el gesto de proponer, a través de su práctica como
académico y crítico, una idea muy particular de lo que significa ser un
intelectual humanista. “La universidad […] debe seguir siendo el sitio donde se
investiguen, discutan y reflejen […] problemas vitales” (CI, p. 31) nos dice casi al principio de Cultura
e imperialismo. En efecto, su vida, su obra
y su forma de leer nos enseña muy bien lo que para él implicaba ser
intelectual: por un lado, alguien que se sepa parte de un historia particular y
que, por lo mismo, se sepa privilegiado de poder tomar la palabra para hablar y
articular ciertos problemas que le pertenecen como parte de su identidad
histórica y cultural; por el otro, ser intelectual implica a la vez un
compromiso con una disciplina y a la vez la capacidad de relacionar esa
disciplina con otras, es decir, alguien que sea capaz de unir su voz con otras
voces en apariencia muy diferentes pues sólo así se puede integrar la propia
reflexión dentro de esa verdadera orquesta que es aquello en torno a lo cual
supuestamente es nuestro quehacer reflexionar: la vida humana.
Marzo,
2012.
[1] “Literary
Theory at the crossroads of Public Life” en Gauri
Viswanathan (ed.) Power, Politics, and Culture: Interviews with Edward
Said, Vintage, New York, 2001, p. 81
[2] Edward Said, Cultura e imperialismo, 3ªed, Anagrama, Barcelona, 2001. En adelante citaré
en el texto con esta edición; abreviaré como CI. Las entrevistas están compiladas en Gauri Viswanathan (ed.), op.
cit. Las traducciones de este libro serán
mías.