domingo, 20 de noviembre de 2011

La raíz y la hoja

Dice GK Chesterton:

El principio del arte por el arte es un principio muy bueno, si lo que se quiere decir con él es que hay una crucial diferencia entre la tierra y el árbol que hunde sus raíces en ella; pero es un mal principio si con él se quiere decir que el árbol también podría crecer hundiendo sus raíces en el aire

Hallado en "Defensa del absurdo" en Correr tras el propio sombrero (y otros ensayos), Acantilado, Barcelona, 2005, p. 361.


domingo, 6 de noviembre de 2011

Nunca me abandones y el mercado actual de órganos

Les comparto acá la breve ponencia que presente en el Coloquio "El otro: memoria, violencia y esperanza" que tuvo lugar la semana del 14 al 18 de Octubre de este año en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y en la UACM. 




Por su singular capacidad y característica de imaginar y evocar mundos muy distintos al actual, se puede decir que la narrativa de ciencia ficción se basa, como lo han venido argumentando a lo largo de los años críticos como Darko Suvin y Fredric Jameson, en una dialéctica de la identidad y la diferencia. En efecto, esto es a lo que se refiere Suvin, por ejemplo, al argumentar que la ciencia ficción “podría diferenciarse […] por el dominio o la hegemonía narrativa de un ‘novum’ […] validado mediante la lógica cognoscitiva” (Suvin, p. 94). El novum, concepto central de su teoría de la ciencia ficción, puede aparecer en distintos niveles (agente, medios tecnológicos, etcétera) pero siempre será central al texto. Esto quiere decir que es precisamente la aparición del otro lo que caracteriza, más que cualquier otra cosa, a este género narrativo.
          Nunca me abandones del inglés Kazuo Ishiguro nos presenta un mundo narrativo distópico en donde el novum se manifiesta en términos agentivos: el personaje del clon[1]. Las características distópicas de la novela surgen, justamente, de la relación violenta entre un grupo de poder, los humanos, y otro grupo considerado pseudohumano y  utilizado para extraer órganos vitales, los clones. Puesto que me parece acertada la aseveración de Suvin al decir que “el valor cognoscitivo de toda ciencia ficción […] está en su referencia analógica al presente” (Suvin, p. 111), trataré de comparar, en las siguientes páginas, la relación violenta entre un grupo de poder y un otro que plantea la novela con la forma como se ha venido consolidando el mercado global de órganos. Para esto seguiré el trabajo del antropólogo americano Lawrence Cohen. Así, empezaré por analizar algunos aspectos de la novela de Ishiguro para luego esbozar una comparación con algunas características del mercado de órganos actual que nos enseña Cohen. La idea que subyace a este trabajo es, por supuesto, la creencia en que la ficción nos enseña que “cualquier mundo y cualquier entidad del mundo podría ser o pudo haber sido diferente de lo que es” (Dolezel, p. 311), siendo así un vehículo de reflexión para su transformación.
           Como ya mencioné antes, Nunca me abandones plantea un mundo en donde los humanos crean clones –idénticos a ellos–  para luego extraerles sus órganos vitales y curar enfermedades. La novela es narrada por Kathy, una mujer clon que recuerda su vida y nos lleva a lo largo del proceso como ella y sus amigos fueron descubriendo su realidad. Cito, para empezar, una explicación que les da una maestra humana en algún punto de su infancia:
Os haréis adultos, y luego, antes de que os hagáis viejos, antes de que lleguéis incluso a la vida mediana, empezaréis a donar vuestros órganos vitales. Para eso es para lo que cada uno de vosotros fue creado […]. Se os trajo a este mundo con una finalidad, y vuestro futuro, el de todos vosotros, ha sido decidido de antemano. (Ishiguro, p. 107)

Un primer rasgo de violencia surge, entonces, de la falta de alternativas que tienen los clones, encubierto, además, por ese tabú de “donación” utilizado para esconder la realidad de que, como se dice allá arriba, este grupo de personas no tiene y no puede tener ninguna otra alternativa. Sin embargo, lo que verdaderamente explica la forma como los humanos oprimen y hacen vivir a los clones –como productores de partes corpóreas–, tiene que ver con que los consideran pseudopersonas, menos que humanos, cosa que resulta conflictiva para el lector puesto que nosotros sabemos que lo contrario ya que la novela nos la está narrando una clon:
Así que estás esperando […] esperando a que llegue el momento en que caigas en la cuenta de que eres diferente de ellos; de que hay gente ahí fuera, como Madame, que no te odia ni te desea ningún mal, pero que se estremece ante el mero pensamiento de tu persona –cómo te han traído al mundo y porqué–, y que sienten miedo ante la sola idea de que tu mano pueda rozar la suya. (Ishiguro, p. 54)

         La violencia con la cual se trata al otro, entonces, surge de la concepción de que el otro es un poco menos que humano y es, por ende, utilizable en cuanto a su materialidad pero indeseable en cuanto a su persona. Es de esta concepción del clon de la cual surge otro rasgo de violencia: la distancia y la segregación. Como le explica la directora a Kathy:
Se abrían ante nosotros [los humanos] todas aquellas posibilidades nuevas, todas aquellas vías para curar enfermedades antes incurables. Esto fue lo que más atrajo la atención del mundo, lo más ambicionado por todas sus gentes. Y durante una larga etapa el mundo prefirió creer que los órganos surgían de la nada. (Ishiguro, p. 322)

       En efecto, a lo largo de la novela vemos muy poco contacto entre Kathy y sus amigos y los humanos: primero viven encerrados en la escuela, luego solos en el campo vacío y luego pasan su corta vida adulta en los hospitales. Pero esto tiene que ver –ahora lo entendemos– con el deseo que tienen los humanos de tener “órganos […] de la nada”, de su deseo de desconocer y mantener oculto al otro al que se esta descorporeizando continuamente. Al final, la violencia es el resultado del intento de un grupo de poder por asegurar la vida a costa de la vida del otro:
Por incómoda que pudiera sentirse la gente en relación a vuestra existencia, lo que le preocupaba abrumadoramente era que sus hijos, sus esposas, sus padres, sus amigos, no murieran de cáncer, de enfermedades neuromotoras o del corazón. De forma que durante mucho tiempo se os mantuvo en la sombra […] trataban de convencerse a sí mismos de que […] erais menos que humanos. (Ishiguro, p. 322)

Ahora, si bien es común la idea de entender la ciencia ficción como un género con vistas a predecir el futuro al crear mundos distintos y tecnológicamente más avanzados que este, quiero sugerir en este trabajo, siguiendo a Suvin y a Jameson, que la principal función de este género es mostrar el presente como historia y las consecuencias críticas que esto conlleva. Como dice Fredric Jameson, la función de la ciencia ficción “no es darnos ‘imágenes’ del futuro […] sino desfamiliarizar y reestructurar la experiencia de nuestro propio presente [ya que] es el presente […] lo que se nos ofrece, al regresar de las construcciones imaginarias de la ciencia ficción, como el pasado de un mundo futuro” (Jameson, pp. 286-87)[2].
En este sentido, me parece que se puede hacer una lectura de Nunca me abandones como una crítica a ciertas prácticas características de la forma como se ha consolidado el mercado de órganos mundial, en especial en lo que se refiere al conflicto y la violencia entre grupos sociales. Así como en la novela un grupo es sistemáticamente desintegrado corporalmente por otro a través de prácticas violentas, hoy vemos como “zonas urbanas y rurales marginadas […] se han vuelto los centros de órganos para una industria […] poderosa” (Cohen, p. 13)[3] que los vende a quien pueda pagarlos. En este caso, la división económica y social de buena parte del orbe determina qué grupos pueden comprar o “recibir una donación” y qué grupos se ven obligados a vender o “donar” órganos vitales[4].
La violencia, entonces, se da en al menos tres planos: en la falta de alternativas de un gran sector de la sociedad, en la conversión del cuerpo en una comodidad y en el desconocimiento y la exclusión de los orillados a vender por el resto de la sociedad. Si en Nunca me abandones los clones eran sujetos a “donar” ya que, como vimos, eran considerados “menos que humanos” (p. 322), en la actualidad vemos como masas de marginados –esa “porción redundante de la humanidad” (Bartra, p. 24) como la llama Armando Bartra–, se ven obligados a vender a causa del desempleo generalizado y el endeudamiento, o incluso son robados de sus órganos justamente por que son considerados, como los clones, pseudopersonas casi inexistentes. La falta de alternativas, planteada institucionalmente en la novela, es una realidad sistemática para muchas personas. En un mundo donde los excluidos abundan, vemos “la existencia  de los pobres transformada en un banco de órganos para los económicamente más pudientes” (Cohen, p. 25)[5].
Esto, además, viene acompañado de una negación total de parte del resto de la sociedad ya que mientras mayores sean los patrones de reclutamiento de órganos de las clases marginadas del mundo, más fácil es pensar –tal como lo querían los humanos de Nunca me abandones– que los órganos, mientras tengas con qué pagar, surgen de la nada. Es entonces cuando se repite, en los testimonios que Cohen recupera, esa terrible frase: “¿Por qué tendría que poner en riesgo a alguien de mi familia cuando puedo simplemente comprar un riñón?” (Cohen, p. 15). Por supuesto, por que, igual que en Ishiguro, el órgano recibido “no lleva marca del otro cuerpo del cual fue cortado” (loc. cit.)[6], por que mientras exista una parte de la población, un otro, sistemáticamente orillado y escondido, un grupo podrá extender su vida a costa de la de ese otro.
Los clones de Ishiguro no tienen opciones de vida, viven escondidos y alejados, sirven para dar vida a otros. A una conclusión parecida llega Cohen: “las personas diferentes –distinta familia, desconocidos, alejados en términos estructurales o espaciales– son desintegrados y sus partes incorporadas” (Cohen, p. 23)[7]. Un grupo viviendo a costa de otro grupo humano, posibilitado por un sistema económico y social que hace fácil que este último se mantenga en la sombra: como los clones, alejados en la marginalidad urbana y rural, escondidos de la “realidad”. Para concluir, podemos recordar las palabras de Madame a Kathy: “Cuando te vi […] vi también un mundo nuevo que se avecinaba velozmente. Más científico, más eficiente. Sí. Con más curas para antiguas enfermedades. Muy bien. Pero también más duro. Más cruel” (Ishiguro, p. 333).
       Facultad de Filosofía y Letras, UNAM,
            Agosto, 2011.

Bibliografía:
  • Bartra, Armando, El hombre de hierro. Los límites sociales y naturales del capital, UACM/Ítaca/UAM, México, 2008.
  • Cohen, Lawrence, “The Other Kidney: Biopolitics Beyond Recognition” en Body and Society, Sage, London/Thousand Oaks/Delhi, 2001, pp. 9-29.
  • Dolezel, Lubomír, Heterocósmica. Ficción y mundos posibles, Arco/Libros, Madrid, 1999.
  • Ishiguro, Kazuo, Nunca me abandones, 3ªed, Anagrama, Barcelona, 2011.
  • Jameson, Fredric, Archaeologies of the Future. The Desire Called Utopia and Other Science Fictions, Verso, London/NY, 2007.
  • Moylan, Tom, Scraps of the Untainted Sky: Science Fiction, Utopia, Dystopia, Westview, Boulder, 2000.
  • Suvin, Darko, Metamorfosis de la ciencia ficción, FCE, México, 1984.


[1] Entiendo mundo distópico (o de características distópicas), siguiendo a Tom Moylan, como un mundo narrativo que tiene la “habilidad de reflejar formas del mal social y ecológico como sistémicas” (Moylan, p. xii) al mundo creado (“[the] ability to reflect upon causes of social and ecological evil as systemic”).Todas las traducciones a textos en inglés son mías.
[2] “Not to give us ‘images’ of the future […] but rather to defamiliarize and restructure our experience of our own present [since] it is the present moment […] that upon our return from the imaginary constructs of SF is offered to us in the form of some future world’s remote past”.
[3] “Urban slums and rural hinterlands […] have become organ supply centers for a powerful […] industry”. En este capítulo, Cohen trata con testimonios de India en particular, reconociendo, sin embargo, que se trata de un problema a nivel global.
[4] La compra/venta ilegal de órganos funciona, según Cohen, a través de “dealers” con ligas a  hospitales y clínicas que median entre pacientes dispuestos a comprar y población dispuesta a vender o que es, a menudo, extorsionada (por deudas, etc…) a hacerlo. A partir de esto surgen distintas prácticas, por ejemplo, el que el vendedor se haga pasar por amigo y “donador” del paciente. La compatibilidad entre órganos se ha vuelto relativamente fácil gracias a un medicamento inmunosupresor llamado Ciclosporina que suprime la diferencia entre cuerpos y con la cual sólo es necesario una prueba de compatibilidad de tejidos en vez de una relación biológica con el donante, como antes.
[5] “[The] existence of the poor transformed into an organs bank for the better-off”.
[6] “ Why should I put a family member at risk when I can just buy a kidney?”; “bears no trace of the body from which it was cut”.
[7] “People unlike oneself –not kin, not cared for, far away in structural or spatial terms– are disaggregated and their parts incorporated”.  

sábado, 5 de noviembre de 2011

Los Cárpatos de ayer


I told you the truth –I say yet again–, Memory’s truth.
Salman Rushdie, Midnight’s Children.

Doy vuelta en una esquina que no he visto desde hace doce años. Tan cerca de mi casa, de mi antigua escuela, alrededor de esa micro-ciudad en la que me muevo diario y, sin embargo, nunca volví, tal vez como un mecanismo para protegerme de esos balazos despiadados que son los recuerdos de la infancia y que ahora estoy sintiendo. Doblo en la esquina, como ya dije, y veo ese letrero inconfundible: Cárpatos, dice.
     Insignificante letrero para una calle que sin duda lo es. Nada tiene que ver –nada de nada– con ese mundo de bosques salvajes, castillos oscuros y vampiros transilvánicos que su nombre evoca. No, esta calle no tiene nada de Historia, ni transilvánica ni de ningún tipo. Es sólo otra de esas calles que nacieron cuando la ciudad malcreció, otra calle de otras familias bien parecidas a las de la calle de al lado y a las de barrio de enfrente. Otra calle más en este monstruo de ciudad.
     Pero si Cárpatos no tiene Historia sí tiene historia, y si por aquí no pasaron ni Cortés, ni Quetzalcoatl, ni Hidalgo ni Villa poco importa pues lo que esta calle tiene es una historia para mí: guarda en su asfalto y sus banquetas una buena porción de mi infancia, guarda también el recuerdo de dos casas, casi puerta con puerta, en las que vivían mis abuelos paternos y maternos,  guarda las locuras de mis tíos, el cariño de mi abuela…
     Veo Cárpatos de frente, de arriba abajo. Lo primero: la reja de la escuela, hoy entre blanca y oxidada, la toco.
Voy tocando con la mano derecha la reja verde de la escuela. Mochila en la espalda, regreso de clases muerto de hambre. No sé que va a haber pero no importa, en esa casa todo es delicioso siempre. Mi mamá y mis hermanas van adelante, caminan más rápido, Lo que pasa es que voy algo desilusionado por que hoy nadie me quiso apostar uno de los hielocos futboleros que me faltan para la colección, ojalá que mañana sí…
Si todos fuéramos como Funes, ya lo sabía Borges, no podríamos entender ni mucho menos dar una forma coherente a todos los recuerdos que se acumulan con la vida. La memoria necesita ciertas boyas a las que asirse para no ahogarse en ese mar abierto que es el pasado. Es así como ciertas calles, ciertos caminos, ciertos paseos que se repitieron, como telenovelas, mil veces quedan atrapados en una sola imagen que los guarda a todos, por que si no, parafraseando a aquel androide de Bladerunner, los recuerdos se perderían como lágrimas en la lluvia.
     Sigo bajando y veo que ya no existe la tienda de Don Benito. En su lugar aparece un ofensivo y descarado fraccionamiento que se apropió de varias de las casas del barrio ¿Sabrán las personas que viven ahí lo que había antes? ¿Se acordarán del señor que ocupaba el espacio que ahora ocupa su puerta eléctrica? Supongo que no. En ese caso, lo más probable es que tampoco sepan que en esa tienda siempre le rogaba a mi abuela para que me compara un Bigote Tía Rosa. Mi abuela nunca se hizo del rogar, no es su fuerte. Según cuentan, fue también desde este punto de donde mis tíos se aventaron, cuando eran niños, con un carrito-avalancha que hicieron con basura: ambos se partieron los dientes. Llego a la siguiente esquina, no recuerdo nada en particular excepto otra anécdota: todo parece indicar que hasta aquí llegó mi tío Juancho la primera vez que intentó, a los ocho años, abandonar la casa y huyó con tres latas de atún, un triciclo y su perro: el primero de muchos fracasos iguales. Un poco más adelante un patio rojo llama mi atención.
–Échale una de tus galletas– me dice. Busco en la bolsa de mi pantalón una de las galletas de animalitos que tomé, medio a hurtadillas, del bote de mi abuela. La saco y se la echo, igual que siempre que paso por aquí, al pastor alemán que deambula por el patio rojo de su casa.
 – A ese perro no le cae bien el Tabú– me dice ahora. Es cierto. Y creo al Tabú tampoco le agrada mucho el pastor alemán. Ella lo trae de la correa pero anda medio inquieto y llorando. Cuando lleguemos al parque de Barranca lo va a soltar y seguro se va ir a meter a la fuente puerca, como siempre hace Tabú, perro viejo.
     ¿Cómo saber si los recuerdos que ahora me vienen a la mente realmente fueron así? No lo sé, ni siquiera estoy seguro que hayan sucedido. Intento decir la verdad y cuento las cosas tal como yo creo que me ocurrieron. Pero nunca voy a saber si la reja de la escuela era verde o si el otro perro era, en efecto, un pastor alemán. Por más que me esfuerzo, no puedo evocar las cosas de manera diferente, no puedo anclar mis recuerdos a otras rejas ni a otros patios por que así es la memoria: ella se encarga de conservar unas cosas y desechar otras, de modificar eventos, de resumir cuentas. Y, al final, no queda más que confiar en ella y en su verdad por que esa es también mi verdad, así pasaron las cosas, al menos para mí.
     Quedan un pedazo de banqueta y una puerta. Ahí debió de haber estado el coche de mi abuela, con sus placas azules, y un árbol. El coche de mi abuela, del cual dicen que fue de mi mamá o de mi tía antes –cosa que me parece, en lo personal, una incoherencia pues para mí siempre fue de Mamina– me servía para recargarme mientras agarraba el árbol, un ficus o algo así. Así esperaba cada lunes a las cuatro a esos músicos callejeros que pasaban con tambores y trompetas que me fascinaban. Que ya no estén ni el coche ni el árbol es una clara señal: los músicos ya no pasan por aquí, es más, sospecho que ese hermoso quehacer ya ni siquiera existe en esta ciudad.
     Me voy acercando lentamente y siempre volteando hacia la izquierda, aún no estoy listo para voltear a ver al otro lado. Veo varias casas conocidas: de tíos lejanos, de amigos de mis papás, de conocidos. De repente veo esa otra casa reconocible, la casa de mis abuelos, de los papás de mi papá. Seguro que ahí sigue el jardín en el que mi abuelo no me dejaba jugar fútbol por que rompería sus plantas. Los recuerdo a ambos sentados en el sillón, callados y serios. Quisiera recordar a mis abuelos de forma distinta pero no puedo: se supone que él era muy simpático, que ella era muy hospitalaria y jovial, pero esos no fueron mis abuelos. A mí me tocaron otros, claramente, o al menos sus versiones mermadas por la enfermedad y la amargura. En fin, no hay necesidad de ir a eso ahora.
     Me detengo, esta vez sí. Volteo a la derecha y ahí esta, Cárpatos 44. Me cuesta mucho trabajo reconocerla al principio, aunque tiene que ser ahí a la fuerza. Todo se ve cambiado y no sé si eso me enoja, me entristece o me alivia, por que esa es y no es la casa de Mamina. Sé que son las mismas varillas, el mismo cemento, que ocupa el mismo espacio, pero esa no es la casa que yo conocí. Me acerco y trato de ver hacia adentro a través de la puerta:
Estoy sentado en la mesa con mi abuela. Comemos pan con mantequilla y mermelada y bebemos café con leche. Me platica de mi abuelo que se murió cuando mi mamá era chica. Dice que le gustaban la historia y las historias y que veía todos los deportes en la tele: igual que yo. Me dice que si él viviera le encantaría jugar Stratego conmigo. Eso me hubiera gustado. Mi abuela va a la cocina a dejar los platos en el fregadero. Mientras veo al Tabú tomando el sol en el patio. Mi tío está de viaje, por eso su perro anda aquí otra vez. Regresa mi abuela de la cocina, luego me abraza.
     No sé qué tanto de mí, de cómo soy, le debo a esta calle, pero sospecho que la cuenta sería simplemente impagable. No lo sé, pero sé otras cosas. Sé, por ejemplo, que el tiempo que pasé aquí ya se ha ido y todo lo que no recuerdo, que es bastante, se me escapa de entre las manos. Y sé también, sobretodo, que en algún lugar de aquí, tal vez en la cama donde dormía, o en los adornos que mi abuela odiaba que desordenara, o más probablemente en esas jardineras que me servían como guarida pirata quedó enterrada una porción de mi felicidad que ya nunca recuperaré, aunque eso no sea, tal vez, más que otro truco que me juega la memoria.