domingo, 29 de abril de 2012

Edward Said

“Todo lo que uno hace está ligado siempre a circunstancias físicas […]: no somos cerebros sin cuerpos, ni máquinas de poesía”.     Edward Said[1].

Introducción
Dentro del mundo de la teoría literaria, me parece que pocas obras críticas y teóricas se sienten tan personales como la de Edward Said, el crítico palestino y uno de los principales representantes de la llamada teoría poscolonial. Esto es así por las ataduras que la experiencia imperial, a la cual dedica buena parte de sus páginas, tiene con el propio devenir de su vida individual.
Me parece, por otra parte, que la cosa no se detiene, ni mucho menos, ahí: incluso sus conceptos, su propia idea sobre lo que es la literatura, para qué sirve y cómo puede ser leída todos surgen de un cuestionamiento de problemas y experiencias que se notan sumamente vitales a lo largo de su obra teórica. Este ensayo, algo atípico, buscará mostrar algunas de estas relaciones entre su vida, la historia en la que le tocó participar y su obra teórica: el argumento que se mantendrá atrás de todo es que estos elementos se conjugan en una visión del intelectual que Edward Said propone, y que nos interesa destacar aquí.
Para fines de este ensayo, no rebasaré Cultura e imperialismo, uno de los libros importantes de Said y a partir del cual esbozaré mis reflexiones. También me apoyaré en algunas entrevistas y en otros artículos para ir completando ciertos argumentos[2]. El ensayo comenzará con un breve recuento de la vida de este crítico para luego pasar a hablar del tipo de problemas que esto hizo surgir en su trabajo intelectual. Después se hablará de la “estructura de actitud y referencia” y de la “lectura en contrapunto”, dos conceptos importantes de su obra teórica para, luego de todo esto, aventurar algunas conclusiones sobre las posibles enseñanzas que podríamos recuperar de su pensamiento.
I
Said es otro ejemplo del intelectual que viaja hacia las metrópolis culturales para hablar desde ahí, y, sin embargo, es un espécimen raro ¿Cuántas veces no vemos como intelectuales latinoamericanos, por ejemplo, una vez que hablan desde Europa, que se han mojado con las “aguas de la verdadera cultura”, no se asoman y dirigen con algo de soberbia, de desdén, de falsa superioridad?  Said no es el caso.
“Mi pasado son una serie de desplazamientos y exilios que ya no pueden ser recuperados –dice Edward Said en una entrevista–, la sensación de estar entre dos culturas siempre ha sido muy fuerte para mí”[3]. En efecto, nacido en la Palestina británica, Said vivió una serie de mudanzas que lo llevaron de oriente a occidente, tanto en sentido geográfico como en sentido cultural y, por supuesto, político. Quizá no sea demasiado absurdo situar aquí el génesis de una de las nociones centrales de su pensamiento: la geografía también es política.
En Egipto, otra región que acababa de independizarse, Said cursó buena parte de su educación básica, educación que todavía tenía muchos rezagos del pensamiento imperial. Ahí aprendió que su lengua no era tan buena como la inglesa, que su cultura no era tan elevada. En Egipto se le enseñó, a través de productos culturales como la literatura, que ellos no sólo habían sido una presa fácil, sino un presa merecida para ser devorada por, león de leones, el Imperio Británico, el cual, arrogantemente, parecía decir que si no fuera por ellos nadie  habría llevado a Egipto a la modernidad.
Una vez en la academia norteamericana, como profesor de literatura inglesa, Said llevaba lo que él llama una “vida esquizofrénica” donde su trabajo académico y sus intereses reales estaban totalmente disociados. Enseñaba a Jane Austen y a Charles Dickens pero en realidad le preocupaba el resurgimiento de la retórica imperial en Estados Unidos, en donde se trataban de justificar invasiones al dar a entender que hay lugares que “necesitan” e incluso “quieren” ser invadidos. Sin embargo, no fue sino hasta que el palestino unió ambas partes que se consolidó esa teoría literaria y cultural tan suya: a la vez rica en planteamientos y propuestas pero también rica en su fuerte carga de valor personal y emocional.
II
Y es que su pensamiento es uno con una noción de su posición histórica muy fuerte. Parece que sabe que su forma de pensar, de entender y, sobretodo, de leer quedaron marcados y definidos por su propio devenir, que es un devenir histórico: su vida es parte de una experiencia más grande, la del imperio (o los rezagos de éste), la del desplazamiento geográfico hacia las metrópolis y la toma de voz una vez ahí. Los intelectuales, nos dice en Cultura e imperialismo, “pertenecen en gran medida a la historia de sus sociedades y son modelados y modelan la historia y la experiencia social en diferentes grados” (CI, p. 26).
En efecto, es en la experiencia de su historia donde Said encontró la mayor parte de los problemas intelectuales que le concernieron. Si su vida fue una serie de desplazamientos, buena parte de su obra crítica la dedicó a analizar novelas de desplazamiento, novelas de viaje como las de Joseph Conrad pero que seguían un itinerario en sentido contrario al suyo: si él viajó de la colonia a la metrópoli, estas novelas viajaban al revés, del centro a la periferia. Kim, Pasaje a India, T.E. Lawrence, esa es la literatura a la que se acerca porque esa es la literatura que mantiene un diálogo (casi siempre imperialista) entre culturas, entre aquí y allá, nosotros y ellos, identidad y diferencia.
Pero quizá el gran encuentro de Said fue percatarse del despliegue geopolítico de la literatura y otros discursos estéticos. A lo largo del libro del que hablamos aquí, Said se pregunta una y otra vez por qué casi ningún crítico o escritor metropolitano hablaba de la dimensión imperial de distintas obras y parece concluir que simplemente la idea de imperio era una idea totalmente absorbida o al menos era entendida como algo lejanísimo del mundo de la cultura. Pero en cambio él había visto y vivido los rezagos de una experiencia imperial que abarcaba mucho más que sólo cañones y ejércitos, que era soportada, de hecho, “por impresionantes formaciones ideológicas que incluyen la convicción de que ciertos territorios y pueblos necesitan y ruegan ser conquistados” (CI, p. 44). La literatura, en particular, es una de esas formas como la idea imperial fue logrando consenso y, poco a poco, se fue volviendo algo normal, incuestionable.
Esto es a lo que se refiere con el concepto de “estructura de actitud y referencia”. Se trata de la forma como distintas obras, a menudo casi inconscientemente, conciben su posición en el mundo de acuerdo a su tiempo y su lugar pero también en relación con otro ante el cual se elabora la propia identidad. Edward Said, situado personalmente entre culturas distintas pero a la vez inexplicables una sin la otra (Occidente y Oriente) parece decirnos que todo trabajo intelectual y artístico tiene un sustrato geográfico que es también político y, sobretodo, histórico.
Es por eso que su propuesta de lectura es la llamada “lectura en contrapunto”. El término lo toma del mundo de la música. Amén de mi absoluto desconocimiento de ese reino del arte, se trata de una técnica en donde dos o más voces están en relación y logran cierto equilibrio al ir cada una tomando cierta primacía y luego cediéndola. En fin. En Said se trata precisamente de algo así: en principio, se trata de la capacidad del crítico de situar la obra literaria en un concierto de voces más amplio, es decir en torno a la historia, la política, la economía y demás; en otro sentido, se trata de evaluar lo mencionado arriba: cómo un discurso se construye en oposición a otro, cómo el discurso imperial siempre implica, aunque oculta, la voz del otro, la de la resistencia, la del colonizado, la de la alternativa.
Para ejemplificar esto, valdría la pena revisar la lectura que Said hace de Mansfield Park, una novela de Jane Austen situada en una mansión en la campiña inglesa y en donde la dimensión imperial (a diferencia de novelas como Pasaje a India de Forster) parece del todo irrelevante. No me puedo demorar mucho pero diré que Mansfield Park es una novela en donde la vida en una mansión inglesa es retratada a través de distintas relaciones sociales y órdenes establecidos o re-establecidos. La lectura de Said parte del hecho de que la vida en esa mansión es posible por el hecho de que Sir Thomas, el dueño, es también dueño de una plantación de azúcar en la isla caribeña de Antigua. Este detalle se menciona pocas veces y la plantación se sabe que existe aunque nunca llega a aparecer en la novela. Pero justo ahí está la clave. En cuanto a la parte de referencia, Austen parece dar por sentado que la existencia del aquí de “casa” o sea, de Inglaterra, sólo es posible en la medida de que exista un allá en donde hallar el sustento, Antigua. Y es de esta noción geográfica y económica de donde surgen las actitudes de la novela: Said lee en el hecho de que a penas y se menciona la plantación como una forma de dar por sentado el orden imperial, como algo normal pero también, y esto es importante, como algo necesario para que la vida de acá, la vida de la gran cultura británica, en todos sus sentidos, sea posible. La forma como va leyendo esta novela es contrapuntística en el sentido en el que la relaciona con distintos discursos del orden de lo político y lo económico de la época de Austen en relación con las colonias caribeñas, además de que, en otro punto del libro, hace una conexión al revisar el trabajo del un historiador revisionista trinitario: CLR James. Este concierto de voces, pues, logra interpretar de una forma muy novedosa a una autora en la que estas características permanecían en la sombra. Según Said, no es que Jane Austen u otros escritores fueran seres viles e imperialistas sino que fueron parte y a la vez ayudaron a consolidar una estructura histórica de actitud y referencia donde “los nativos y […] sus territorios [fueron] vistos como carentes y necesitados de la misión civilisatrice” (CI, p. 22) y en donde la noción de ser un imperio se fue volviendo, a través de productos culturales como la novela, cada vez más asimilada y hegemónica: de ahí la poca atención que este hecho recibió durante casi un siglo de parte de la crítica cultural.
III
Me parece que de este muy breve recuento de ciertos momentos de la teoría poscolonial de Said podemos sacar tres conclusiones, tres enseñanzas. La primera, y quizá la más evidente, es que la obra de Said vino a confirmar la famosa frase de Walter Benjamín según la cual todo documento de civilización es a la vez un testimonio de barbarie. Su forma de leer demostró hasta qué punto la literatura y otras artes sirvieron para consolidar la convicción imperialista, hasta qué punto los valores más elevados, las mejores y más cultas voces de una cultura sirvieron, en un acto de barbarie, para convencer a muchas personas de que era necesario conquistar, subyugar y silenciar a otros seres humanos. Y, sobretodo, alumbró el hecho de que la existencia misma de esa cultura tan elevada, de esos escritores y artistas prodigiosos, por el sencillo hecho del poder económico del que su sociedad gozaba, “no serían posibles sin el tráfico de esclavos, sin azúcar y sin la existencia de la clase de los plantadores coloniales” (CI, p. 161). Como en Mansfield Park, la vida en casa necesita de una plantación allá lejos en el Caribe, tan lejos que es mejor hacer como si ni siquiera existiera, como si allá no hubiera alguien con una voz.
En otro sentido, sin embargo, me parece que el hecho de que Said sea tan consciente de que los textos que elige leer no son casualidad, es decir, del hecho de que sabe que su teoría surge a partir de ciertas lecturas y, sobretodo, de ciertas preocupaciones muy concretas, es una lección sobre cómo leemos la teoría de la literatura. Quizá sea momento de aprender a leer teoría a partir del contexto histórico y social del cual surge y, por supuesto, del sujeto histórico, del individuo o el grupo de individuos, que la escriben. Y esto muy a pesar de la tan enseñada “muerte del autor” que, por otra parte, también respondía a una situación histórica particular, muy concretamente a un grupo de teóricos que intentaron modelar una teoría a partir de la lingüística saussureana y que buscaban legitimar el estudio de la literatura al postular a ésta como una ciencia sistemática en donde una serie limitada de principios abstractos podía dar cuenta de todos los textos literarios concretos. Pero esa es otra historia. Por ahora me interesa proponer que la teoría de la literatura no es una reflexión abstracta, surgida de textos literarios seleccionados arbitrariamente, o peor, de todos los textos, sino que son, las teorías, reflexiones que cuestionan ciertos textos en donde se articulan ciertos problemas surgidos en distintos tiempos y lugares y que son motivadas por cuestiones a veces muy distintas entre sí. Y, en este sentido, la teoría puede no perder su cualidad abstracta o –valga la redundancia– teórica, pero resulta, a su vez, una disciplina intelectual concreta: hecha por hombres y mujeres de carne y hueso con una geografía, una historia y un devenir particulares que afectarán los problemas sobre los cuales reflexionarán, así como los textos en los que estos problemas habitan.
Pero hay una tercera enseñanza, una que parece estar atrás, un poco postergada en la sombra pero consistente a lo largo de todas las reflexiones de Said. Hacia el final de su introducción a Mimesis, el gran libro de Eric Auerbach, Said dice que el gran triunfo del alemán fue aquello que tiene de gesto su libro: Mimesis, escrito en el exilio y durante la guerra, es el intento de tratar de recuperar todo lo valioso que pudo haber tenido una cultura occidental que Auerbach pensaba en decadencia. Su libro implica un fuerte compromiso con su disciplina, porque se aferra a ella, pero también un fuerte compromiso vital e histórico: utilizar todo su saber filológico para poder esbozar un recuento de su propia cultura, y, en ese sentido, de su propia identidad. 
Quizá podamos valorar la obra de Said como un gesto también. Como el gesto de proponer, a través de su práctica como académico y crítico, una idea muy particular de lo que significa ser un intelectual humanista. “La universidad […] debe seguir siendo el sitio donde se investiguen, discutan y reflejen […] problemas vitales” (CI, p. 31) nos dice casi al principio de Cultura e imperialismo. En efecto, su vida, su obra y su forma de leer nos enseña muy bien lo que para él implicaba ser intelectual: por un lado, alguien que se sepa parte de un historia particular y que, por lo mismo, se sepa privilegiado de poder tomar la palabra para hablar y articular ciertos problemas que le pertenecen como parte de su identidad histórica y cultural; por el otro, ser intelectual implica a la vez un compromiso con una disciplina y a la vez la capacidad de relacionar esa disciplina con otras, es decir, alguien que sea capaz de unir su voz con otras voces en apariencia muy diferentes pues sólo así se puede integrar la propia reflexión dentro de esa verdadera orquesta que es aquello en torno a lo cual supuestamente es nuestro quehacer reflexionar: la vida humana.
 
Marzo, 2012.


[1] “Literary Theory at the crossroads of Public Life” en Gauri Viswanathan (ed.) Power, Politics, and Culture: Interviews with Edward Said, Vintage, New York, 2001, p. 81
[2] Edward Said, Cultura e imperialismo, 3ªed, Anagrama, Barcelona, 2001. En adelante citaré en el texto con esta edición; abreviaré como CI. Las entrevistas están compiladas en Gauri Viswanathan (ed.), op. cit. Las traducciones de este libro serán mías.
[3] Edward Said, “Literary theory…” en Gauri Viswanathan (ed.), op. cit., p. 70.