miércoles, 11 de julio de 2012

It's me, Mario

La única consola que he tenido en mi vida se llamó Super Nintendo. Creo que ya no existe. Como se podrá sospechar, nunca he sido un buen aficionado a los videojuegos. Por alguna razón, me aburría rápidamente, no era como casi todos mis amigos que llegaban cada día a clases a contar las proezas logradas la tarde anterior: en el 64, en el Game Cube y más tarde en el Play Station. Mi mamá los odiaba, los odia de hecho, y me imagino que yo he tenido que cargar con algo de ese odio, al menos en su versión transformada en indiferencia. 

Pero amaba mi Super Nintendo (aunque en realidad fue un regalo de navidad para mi hermana grande). Y todo gracias a un juego que me obsesionó por años. Era uno de los pocos que tenía (creo que en total eran tres): Super Mario World. Esa novela de caballerías donde el caballero y su escudero son plomeros italianos, la montura es una especie de dinosaurio llamado Yoshi (que podía adquirir varios colores) y comer hongos, de modo extrañamente semejante a la vida de acá, te puede hacer crecer, dar vida o matarte. Esa novela interactiva que le quitó la chamba a Rayuela, ese videojuego que se convirtió en una de las mejores ficciones. 

Casi nunca lo jugaba. Super Mario World tenía un espacio reservado en mi vida. La actividad estaba apartada para las vacaciones, cuando llegaban de visita mis dos primos de Aguascalientes. Luego de que cumplieran las formalidades y de que se instalaran en mi casa, nos sentábamos frente al televisor durante quién sabe cuántas horas y días. Nuestra misión, interrumpida por los meses separados, era pasar juntos ese mundo de aventuras y de ficción: como Luigi y Mario. No sé cuánto tiempo nos tomó, creo que años. 

Recuerdo muy bien los momentos en los que reflexionábamos sesudamente cómo encontrar la salida para cierto nivel complicado o cómo nos sorprendíamos cuando encontrábamos desvíos inesperados (como la estrella intergaláctica). Sonrío al vernos mejorando nuestra técnica de juego como si nuestra misión fuera de vida o muerte, nuestra necedad en hacer un intento más a pesar de que ya nos teníamos que ir a dormir, los corajes que hacíamos cuando aparecía la pantalla negra y un letrero blanco que decía Game Over, acompañado de una música derrotada.

Me invade una gran nostalgia cada vez que recuerdo la estética de ese juego, como ahora, que otra vez tengo insomnio y pienso en todo esto: en los colores noventeros, casi fosforescentes; en las formas de los mundos, de las montañas, de las nubes; en esa música legendaria que acompañaba incansablemente al juego y que cambiaba de motivo según el tipo de mundo al que se ingresaba (agua, cueva, tierra, aire); en el modo en el que se rompían los tabiques cuando les pegabas. En el Bosque de las Ilusiones, el castillo del malvado Ludwig Koopa Jr., en la lava, el agua, en los erizos rojos. Me acuerdo también que cuando lo pasamos por completo un dejo de insatisfacción rodeó al último de nuestros triunfos: se terminaba lo que nunca pensamos que lo haría, salían los créditos finales de un mundo que nos había encantado, finalizaba una misión que nos había unido a mí, a Joaquín y a Esteban, y tengo la sensación de que ninguno de los tres queríamos que sucediera del todo.

El otro día traté de prender mi Nintendo: no funcionó. Hice todo lo que se hace en ese caso: volví a conectar los tres cables, saqué el casette y le sople a la parte de abajo para remover el polvo, lo conecté a otra televisión. Nada. Supongo que, de querer, podría conseguir otro, sobretodo en esta ciudad. Incluso otro casette de Super Mario. Pero no tiene sentido. Walter Benjamin, en uno de esos fragmentos que es su obra (que es como este videojuego pero en filosofía), decía que las cosas solamente adquieren todo su significado una vez que ya no existen: son las ruinas las únicas que pueden guardar a un espacio y un tiempo por completo dentro de sí, inamovible, completo. 

El otro día traté de prender mi Nintendo. Saqué la consola, puse Super Mario por última vez en la rendija, moví hacia arriba el botón morado que decía POWER. Pero en la pantalla no apareció el juego, nunca salió la opción para elegir entre un jugador o dos. En su lugar apareció el recuerdo de la emoción compartida cuando pasábamos un nivel, los festejos, a mi primo chiquito haciendo una especie de baile de triunfo, la facilidad con la que pasaban las horas cuando estábamos juntos. Apareció la impaciencia con la que me despertaba el día en que llegarían para quedarse en mi casa, nuestros gritos y nuestras risas sin parar. Como cuando éramos felices. 

2 comentarios:

  1. Supongo que no es lo mismo ni de lejos pero http://www.flashegames.net/2011/10/super-mario-world-snes/

    ResponderEliminar