sábado, 5 de noviembre de 2011

Los Cárpatos de ayer


I told you the truth –I say yet again–, Memory’s truth.
Salman Rushdie, Midnight’s Children.

Doy vuelta en una esquina que no he visto desde hace doce años. Tan cerca de mi casa, de mi antigua escuela, alrededor de esa micro-ciudad en la que me muevo diario y, sin embargo, nunca volví, tal vez como un mecanismo para protegerme de esos balazos despiadados que son los recuerdos de la infancia y que ahora estoy sintiendo. Doblo en la esquina, como ya dije, y veo ese letrero inconfundible: Cárpatos, dice.
     Insignificante letrero para una calle que sin duda lo es. Nada tiene que ver –nada de nada– con ese mundo de bosques salvajes, castillos oscuros y vampiros transilvánicos que su nombre evoca. No, esta calle no tiene nada de Historia, ni transilvánica ni de ningún tipo. Es sólo otra de esas calles que nacieron cuando la ciudad malcreció, otra calle de otras familias bien parecidas a las de la calle de al lado y a las de barrio de enfrente. Otra calle más en este monstruo de ciudad.
     Pero si Cárpatos no tiene Historia sí tiene historia, y si por aquí no pasaron ni Cortés, ni Quetzalcoatl, ni Hidalgo ni Villa poco importa pues lo que esta calle tiene es una historia para mí: guarda en su asfalto y sus banquetas una buena porción de mi infancia, guarda también el recuerdo de dos casas, casi puerta con puerta, en las que vivían mis abuelos paternos y maternos,  guarda las locuras de mis tíos, el cariño de mi abuela…
     Veo Cárpatos de frente, de arriba abajo. Lo primero: la reja de la escuela, hoy entre blanca y oxidada, la toco.
Voy tocando con la mano derecha la reja verde de la escuela. Mochila en la espalda, regreso de clases muerto de hambre. No sé que va a haber pero no importa, en esa casa todo es delicioso siempre. Mi mamá y mis hermanas van adelante, caminan más rápido, Lo que pasa es que voy algo desilusionado por que hoy nadie me quiso apostar uno de los hielocos futboleros que me faltan para la colección, ojalá que mañana sí…
Si todos fuéramos como Funes, ya lo sabía Borges, no podríamos entender ni mucho menos dar una forma coherente a todos los recuerdos que se acumulan con la vida. La memoria necesita ciertas boyas a las que asirse para no ahogarse en ese mar abierto que es el pasado. Es así como ciertas calles, ciertos caminos, ciertos paseos que se repitieron, como telenovelas, mil veces quedan atrapados en una sola imagen que los guarda a todos, por que si no, parafraseando a aquel androide de Bladerunner, los recuerdos se perderían como lágrimas en la lluvia.
     Sigo bajando y veo que ya no existe la tienda de Don Benito. En su lugar aparece un ofensivo y descarado fraccionamiento que se apropió de varias de las casas del barrio ¿Sabrán las personas que viven ahí lo que había antes? ¿Se acordarán del señor que ocupaba el espacio que ahora ocupa su puerta eléctrica? Supongo que no. En ese caso, lo más probable es que tampoco sepan que en esa tienda siempre le rogaba a mi abuela para que me compara un Bigote Tía Rosa. Mi abuela nunca se hizo del rogar, no es su fuerte. Según cuentan, fue también desde este punto de donde mis tíos se aventaron, cuando eran niños, con un carrito-avalancha que hicieron con basura: ambos se partieron los dientes. Llego a la siguiente esquina, no recuerdo nada en particular excepto otra anécdota: todo parece indicar que hasta aquí llegó mi tío Juancho la primera vez que intentó, a los ocho años, abandonar la casa y huyó con tres latas de atún, un triciclo y su perro: el primero de muchos fracasos iguales. Un poco más adelante un patio rojo llama mi atención.
–Échale una de tus galletas– me dice. Busco en la bolsa de mi pantalón una de las galletas de animalitos que tomé, medio a hurtadillas, del bote de mi abuela. La saco y se la echo, igual que siempre que paso por aquí, al pastor alemán que deambula por el patio rojo de su casa.
 – A ese perro no le cae bien el Tabú– me dice ahora. Es cierto. Y creo al Tabú tampoco le agrada mucho el pastor alemán. Ella lo trae de la correa pero anda medio inquieto y llorando. Cuando lleguemos al parque de Barranca lo va a soltar y seguro se va ir a meter a la fuente puerca, como siempre hace Tabú, perro viejo.
     ¿Cómo saber si los recuerdos que ahora me vienen a la mente realmente fueron así? No lo sé, ni siquiera estoy seguro que hayan sucedido. Intento decir la verdad y cuento las cosas tal como yo creo que me ocurrieron. Pero nunca voy a saber si la reja de la escuela era verde o si el otro perro era, en efecto, un pastor alemán. Por más que me esfuerzo, no puedo evocar las cosas de manera diferente, no puedo anclar mis recuerdos a otras rejas ni a otros patios por que así es la memoria: ella se encarga de conservar unas cosas y desechar otras, de modificar eventos, de resumir cuentas. Y, al final, no queda más que confiar en ella y en su verdad por que esa es también mi verdad, así pasaron las cosas, al menos para mí.
     Quedan un pedazo de banqueta y una puerta. Ahí debió de haber estado el coche de mi abuela, con sus placas azules, y un árbol. El coche de mi abuela, del cual dicen que fue de mi mamá o de mi tía antes –cosa que me parece, en lo personal, una incoherencia pues para mí siempre fue de Mamina– me servía para recargarme mientras agarraba el árbol, un ficus o algo así. Así esperaba cada lunes a las cuatro a esos músicos callejeros que pasaban con tambores y trompetas que me fascinaban. Que ya no estén ni el coche ni el árbol es una clara señal: los músicos ya no pasan por aquí, es más, sospecho que ese hermoso quehacer ya ni siquiera existe en esta ciudad.
     Me voy acercando lentamente y siempre volteando hacia la izquierda, aún no estoy listo para voltear a ver al otro lado. Veo varias casas conocidas: de tíos lejanos, de amigos de mis papás, de conocidos. De repente veo esa otra casa reconocible, la casa de mis abuelos, de los papás de mi papá. Seguro que ahí sigue el jardín en el que mi abuelo no me dejaba jugar fútbol por que rompería sus plantas. Los recuerdo a ambos sentados en el sillón, callados y serios. Quisiera recordar a mis abuelos de forma distinta pero no puedo: se supone que él era muy simpático, que ella era muy hospitalaria y jovial, pero esos no fueron mis abuelos. A mí me tocaron otros, claramente, o al menos sus versiones mermadas por la enfermedad y la amargura. En fin, no hay necesidad de ir a eso ahora.
     Me detengo, esta vez sí. Volteo a la derecha y ahí esta, Cárpatos 44. Me cuesta mucho trabajo reconocerla al principio, aunque tiene que ser ahí a la fuerza. Todo se ve cambiado y no sé si eso me enoja, me entristece o me alivia, por que esa es y no es la casa de Mamina. Sé que son las mismas varillas, el mismo cemento, que ocupa el mismo espacio, pero esa no es la casa que yo conocí. Me acerco y trato de ver hacia adentro a través de la puerta:
Estoy sentado en la mesa con mi abuela. Comemos pan con mantequilla y mermelada y bebemos café con leche. Me platica de mi abuelo que se murió cuando mi mamá era chica. Dice que le gustaban la historia y las historias y que veía todos los deportes en la tele: igual que yo. Me dice que si él viviera le encantaría jugar Stratego conmigo. Eso me hubiera gustado. Mi abuela va a la cocina a dejar los platos en el fregadero. Mientras veo al Tabú tomando el sol en el patio. Mi tío está de viaje, por eso su perro anda aquí otra vez. Regresa mi abuela de la cocina, luego me abraza.
     No sé qué tanto de mí, de cómo soy, le debo a esta calle, pero sospecho que la cuenta sería simplemente impagable. No lo sé, pero sé otras cosas. Sé, por ejemplo, que el tiempo que pasé aquí ya se ha ido y todo lo que no recuerdo, que es bastante, se me escapa de entre las manos. Y sé también, sobretodo, que en algún lugar de aquí, tal vez en la cama donde dormía, o en los adornos que mi abuela odiaba que desordenara, o más probablemente en esas jardineras que me servían como guarida pirata quedó enterrada una porción de mi felicidad que ya nunca recuperaré, aunque eso no sea, tal vez, más que otro truco que me juega la memoria.

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